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Ya son quince más


Hace quince años que ya no está. Para mí era como si él fuese inmortal. En el fondo lo es… Cada vez que me acuerdo de él, lo siento cerca. Vino para verme cumplir mis quince años, pero tampoco lo consiguió. Ni él ni mi abuela llegaron a verlo, aunque esa fue siempre nuestra ilusión.

De mi abuela sabía que, tarde o temprano, la noticia llegaría con el sonido de una llamada en horas intempestivas. Me acostumbré a esperar y lo acepté. Después de su bendición en forma de despedida me di cuenta de que aquella sería la última vez que podría abrazarla y sentirla. Recuerdo su cara de tristeza y de alivio al ver alejarse el coche que nos llevaba al aeropuerto. Todo eso casi me lo esperaba.

Llegar a casa del instituto con la euforia que siente cualquier aficionado al fútbol un día de partido de su selección favorita era lo único que pensaba que ocurriría aquel día. Pero los hechos fueron otros. Mi abuelo, ese hombre que rara vez enfermaba y que cuando lo hacía acostumbraba a encontrar rápidamente un remedio casero, estaba en la cama porque se sentía cansado y con algo de malestar. Fue tan raro ver a mi héroe particular allí. Parecía vulnerable. La primera vez que lo vi durante aquel viaje ya lo había notado diferente. Había tristeza y soledad en sus ojos. Mi abuela se había ido un año antes y él la extrañaba. Mi madre gritó y yo lo vi marcharse. Se fue y no le dio tiempo a decirme nada. A mí tampoco. Eso no me lo esperaba.

No sabía cómo decirle a mi mamá que él ya no iba a volver. Ella lo intentaba, pedía ayuda, pero era tarde. El tiempo pasó tan rápido que no parecía real. Lo asimilé y no lo asimilé. Sabía que en aquella cama solo quedaba un cuerpo frío, pero no entendía cómo me había cambiado la vida en tan pocos segundos. Ahora ya no tenía abuelos. ¿Y qué iba a hacer con todo ese cariño? ¿Dónde se guarda el amor que ya no se puede dar a las personas que se quiere?

Ya nadie me desmontaría mis fabulosas construcciones para Barbie con un sutil movimiento de pie al pasar por mi lado. Ya nadie me pediría que lo imitase para soltar unas cuantas carcajadas. Ya no sería nunca más la consentida ni la mica. Ya no habría bolsillos repletos de caramelos de anís. Se acabarían las noches de cuentos y leyendas. ¿Qué sería de tío tigre y tío conejo?

A veces me gusta cerrar los ojos e imaginar que sigue sentado en su mecedora leyendo el periódico. No es la primera vez ni tampoco será la última que hable de él. Para mí siempre será inmortal.

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